Testigo de la historia, de la literatura y la vida cotidiana de los habitantes que lo viven y contemplan.
La geografía impera y evidencia que el Montgó es un referente visual desde las playas y los montes que circundan València, desde el espolón rocoso que vigila la desembocadura del río Xúquer y desde las huertas o playas de la Safor. Y, en particular, desde las de Oliva y el resort.
El Montgó, asimismo, ha sido y es luz; una señal eterna para los que navegan entre Baleares y nuestras costas. De hecho, Madīna Dāniya (Dénia) fue en el siglo xi un estado taifa que anexionó esas islas, y un puerto esencial del Mediterráneo. Un puerto a la sombra del Montgó.
El Montgó está presente, del mismo modo y desde hace centurias, en la literatura. Glosemos, a modo de ejemplos, el poema Fiestas de Denia (1599), de Lope de Vega, que hace mención al episodio de caza del ciervo del rey Felipe III en el Montgó, o la excursión con la galeota dorada del duque de Lerma, del rey y su séquito, a la Cova Tallada, que no es sino una parte de las entrañas del Montgó abiertas al mar. O, a inicios del siglo xx, el relato de Narciso del Prado, seudónimo de Paulina Ibarra Blasco, en su obra Costas y paisajes de la Marina de Alicante (1918).
O la peculiar descripción de los campos, campussos, del Montgó que nos ofrece Juan Chabás Martí en sus obras Sin velas desvelada (1927) y Fábula y vida (1955), con textos compilados en el exilio de Cuba. O los pintorescos relatos con carga etnográfica y cotidiana, de viñas y de pasas, que nos ofrece María Ibars en sus publicaciones A l’ombra del Montgó: vides planes (1960) y L’últim serf (1965).
Una mirada esencial del Montgó es la que nos regala Francisco Brines, escrita en Elca y desde Elca. Es el poema Elca y Montgó, en el que describe y eterniza un atardecer con la montaña al fondo, entre naranjos que la luz extingue.
No vamos a redundar en el hecho veraz e indiscutible de la realidad del Montgó como lugar de asentamientos y de culto, crisol de culturas, civilizaciones, desde la Prehistoria y la Antigüedad Clásica, lugar de ribat o frontera en Al-Andalus, y con siete ermitas que bordean su piedemonte. Asentamientos del Paleolítico, testimonios de sepulturas y del primer arte neolítico, oppida o fortificados ibéricos, epigrafías rupestres romanas y ermitorios de culto cristiano ancestrales, resumen la realidad de su patrimonio.
Sin embargo, hay que valorar la potencia de las arquitecturas de piedra seca y, en particular, los sistemas de muros de contención y terrazas de cultivo, la toponimia y también las patentes agresiones a este paisaje tan especial, ahora considerado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, aunque sumido en el olvido y la desaparición compulsiva. Ofrece el Montgó una gran riqueza de testimonios etnológicos, reflejos de vidas cotidianas tradicionales y de ya antiguas economías de viñedos, de pasas, de vino y de almendros, que crearon un halo de supervivencia y, en determinadas coyunturas, de negocio y comercio.
No obstante, siempre quedará, muda, ausente, la gran roca que ha sido y es testigo ahora de este réquiem por las brasas del que fue durante milenios reflejo de un pacto duradero con la naturaleza.
Una mirada esencial del Montgó es la que nos regala Francisco Brines, escrita en Elca y desde Elca. Es el poema «Elca y Montgó».